Animal L’Orange 2015, la nueva etiqueta de la bodega argentina Ernesto Catena Vineyards, es una rara avis en el mundo del vino. Para empezar es de color naranja, aunque no contiene ningún colorante artificial. Luego, está envasado en una botella rechoncha de 500 centilitros, más parecida a la de una cerveza artesanal, corcholata incluida, que a la de un vino. Y si uno indaga en sus secretos, se enterará de que está elaborado con uvas blancas, “un blend de semillón y chardonnay, fermentado y macerado con las pieles”, como si fuera un tinto.
¿De dónde salió pues este vino anaranjado que ha venido a romper con la santísima trinidad vínica de blancos, tintos y rosados? Si bien se trata de una rareza poco trabajada por los enólogos y bodegas de la actualidad, resulta que esta clase de vinos es tan antigua… como el vino mismo.
Sus orígenes están en el Cáucaso, en el extremo sudoriental de Europa, hace más de 6 mil años. Allí, en el territorio que hoy ocupa Georgia, los habitantes lo producían en grandes ánforas de 500 a 800 litros de arcilla o terracota llamadas “kvevri”. Utilizaban uvas blancas, que ponían a fermentar y macerar con la piel y las semillas. El control de la humedad y la temperatura, a su vez, dependía únicamente de las características de los suelos, donde los “kvevri” permanecían enterrados. La naturaleza actuaba por sí sola.
Hoy día, esta milenaria técnica de vinificación experimenta un revival, que se manifiesta en la creación de etiquetas como el Animal L’Orange de Ernesto Catena. Y ya hay expertos según los cuales «el vino naranja es el nuevo rosé».
Mediante el contacto del mosto con la piel de la uva, explica Pablo Naumann, vicepresidente de Ernesto Catena, “se extraen taninos y otros polifenoles”, que con el paso del tiempo y la evolución del vino van dando tonalidades naranjas.
El renacimiento, sin embargo, comenzó a fines del milenio pasado en la región de Friuli, Italia, de la mano del enólogo Josko Gravner. Este personaje rescató el estilo luego de un viaje que realizó al valle de Napa (EEUU) en 1987, y del que regresó decepcionado criticando la falta de personalidad y estandarización de los vinos de aquella región.
Inició entonces una búsqueda que lo llevó al Cáucaso, donde los georgianos seguían vinificando bajo los mismos métodos de sus ancestros. “El problema era cómo llegar”, cuenta Gravner en un video de Youtube, “en aquellos años Georgia era parte de la Unión Soviética y no se podía revelar cómo se trabajaba, era un secreto imposible de revelar”. Luego, tras la caída de la cortina de hierro, una guerra intestina sacudió al país y tampoco pudo viajar. No sucedió hasta el año 2000. En 2001, llevó ánforas de Georgia a la región de Oslavia, en Italia, y elaboró en ellas su primera cosecha de vino naranja.
“El resultado”, relata entusiasmado, “fue espléndido; tanto que me pasé noches enteras de insomnio, sólo pensando cómo hacer para elaborar todos mis vinos en ánforas. Cómo sistematizar, cómo arreglar en el futuro una nueva bodega para las ánforas”.
Su lograda anacronía pronto se extendió a las vecinas Eslovenia, Francia y Austria, así como al Nuevo Mundo vinícola: Estados Unidos, Australia, Sudáfrica y Argentina.
No obstante, los vinos naranjas han merecido opiniones encontradas. Hay quienes encuentran que sufren un proceso acelerado de oxidación y lo rechazan por considerarlo turbio, como en el caso de algunos vinos naturales, con los cuales parecen compartir algunos principios filosóficos. En todo caso su intrigante expresión cromática está capturando la atención de los aficionados.
fuente: Portal Catadores, http://catadores.com.mx/content/mas-naranja-que-blanco